El otro
día salimos padre, madre, niñas y abuelos a comprar los últimos materiales del
cole. El día estaba nublado, la mañana había sido tormentosa, y la lluvia
volvía a amenazar. Pero aun así, salimos, en manga corta y pantalones cortos.
Los 29 grados que marcaba el termómetro del coche, me decían que todavía el
calor no nos había abandonado.
Y allí,
entre medias del paseo, en busca de una última cosa que hacer. Abuelo y yo nos
escapamos del brazo, cruzando la calle a escondidas. Enfrente una de esas
papelerías a las que no me atrevo ni a entrar. Más por el precio y las cosas
preciosas que sé que me voy a querer comprar, que otra cosa.
A pesar de eso, los dos entramos como dos niños pequeños haciendo una travesura. El olor
me golpea la nariz, ese olor a goma y a lápiz, ese olor a papel. Ese olor que
me invade hasta lo más hondo de mi cerebro. Y nos metemos en nuestro mundo, lo
vemos todo, lápices de colores, gomas, libretas de distintos tamaños y colores,
portaminas, mi perdición.
Y el
móvil empieza a sonar “¿Dónde estáis?”. Lo ignoramos y no volvemos a cogerlo,
intentamos volver a meternos en nuestro mundo. Pero ya es imposible. Salimos
con la sensación de habernos dejado algo a medias. Y nos encontramos con una
lluvia de esas de verano. Una lluvia que cae con fuerza para limpiar toda la
sequedad que nos ha dejado el calor de estos últimos meses.
Los
demás nos esperan debajo de un soportal. Y yo saco a mis niñas enfadadas de
allí y las meto bajo la lluvia, a que se empapen del sabor del agua de verano.
Sus camisetas se empiezan a mojar, igual que la mía, y les digo: “probad el
agua”.
Mis
hijas bajo la lluvia, andan con la cabeza hacia arriba y las bocas abiertas, y
yo no paro de gritarles cosas como “¡Qué bien! ¡La lluvia de verano!” Ellas
ríen y saltan por los charcos que se encuentran, y se enfadan cuando pasamos
por debajo de algún tejado que no deja pasar el agua. Y yo me rio, y veo a la gente
que pasa a nuestro alrededor y se ríe de vernos. Deben de pensar que estamos
locas. O que soy una mala madre que no meto a mis hijas en algún lugar seguro
hasta que la lluvia pase.
Pero
ellas son felices, y yo también, la lluvia las libera de ese enfado anterior, y
las limpia de malos sentimientos. Y todas recibimos la lluvia con los brazos
abiertos.
Lo cotidiano, la sencillez es la que nos da las alegrías. Y si hay un puntito de locura es aún mejor para el recuerdo, :)
ResponderEliminarBesitos.
Esos pequeños momentos son los que se hacen grandes y te dan la felicidad. Gracias. Un besillo.
EliminarMe haz hecho recordar una parte de mi infancia, con mi abuelo, en Huaraz, una ciudad en la sierra del Perú. Era el único lugar donde podía sentir la lluvia como realmente es, ya que en Lima no llueve. El y yo salíamos a la lluvia con mi hermana menor y nos mojábamos totalmente saltando de charco en charco y mi abuelo se reía de vernos. Los mejores veranos de mi vida. Gracias Maria. Besos
ResponderEliminarAyyy que gran abuelo tienes. Me encanta haberte recordado esos momentos de felicidad de tu infancia. Un besillo.
EliminarQué bonito escribes hasta las cosas y los momentos más sencillos...Gracias
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegro haber podido traspasaros esos momentos sencillos y hacerlos vuestros. Un besillo.
EliminarYa sabes que la lluvia es un fenómeno meteorológico que me encanta, así que eso ha hecho que me agrade el relato de inicio, y también el disfrute de la lluvia, que me hace recordar la mítica escena de "Cantando bajo la lluvia". Un buen micro, besos María.
ResponderEliminarLa lluvia es mágica. Te trae siempre sentimientos. Muchas gracias. Un besillo.
EliminarMe encantan tus relatos, he leído varios hoy y todos me han gustado. Ten por seguro que te visitaré a menudo. Tus hijas se sentirán muy afortunadas de tener una mamá así de "marchosa".
ResponderEliminarMuchas gracias Chari, serás bienvenida por mi rinconcito.La verdad es que hay días y días, pero creo que sí, que mis hijas están contentas, jajaja. Un besillo.
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